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UNA DÉCADA DECISIVA

Johan Rockström es un científico sueco, una eminencia en el estudio del impacto de los humanos en el cambio climático, y hay algo que tiene muy claro: la década actual, 2020-2030, será decisiva para el futuro del planeta. Ya estamos en el 2022. Imagínese que un enorme meteorito apuntara a la Tierra con consecuencias fatales; seguro que haríamos lo que fuera para que no llegara. De hecho, ya hemos actuado convenientemente ante una situación que podría haber puesto fin a la vida en nuestro planeta: el agujero de la capa de ozono. Una demostración de que los humanos, cuando nos ponemos manos a la obra y hay voluntad, somos capaces de conseguir cualquier objetivo. En la década de 1980 saltaron todas las alarmas por la expansión de los melanomas provocados por la falta de ozono en capas superiores, sobre todo en latitudes próximas a los casquetes polares, en especial en el sur de Australia, en Nueva Zelanda, en Sudáfrica y en el sur de Argentina y de Chile. La causa era la emisión de gases clorofluorocarbonos, que se utilizaban para actividades industriales, pero también como refrigerante para neveras y aires acondicionados, como gases compresores para aerosoles... A partir de 1986, el problema ya era demasiado importante: se llevaron a cabo las primeras reuniones de alcance mundial y, el 1 de enero de 1989, 24 países firmaron un protocolo para eliminar estos gases contaminantes. Hoy ya son 168 los países firmantes y, lo más importante, el ozono estratosférico se ha ido regenerando y el mal llamado agujero de la capa de ozono se ha ido reduciendo.

2021, un año repleto de recuerdos: el calentamiento del planeta continua, con su sucesión de fenómenos extremos. Ya hemos comentado más de una vez que fenómenos extremos, violentos, siempre los ha habido, pero el aumento de su frecuencia e intensidad es preocupante, sobre todo desde la década de 1990. En el 2021 se han batido récords de calor en diversas y extensas zonas del planeta, desde el Mediterráneo hasta Canadá, además de terribles incendios, tormentas nunca vistas en Europa y, últimamente, unos tornados en pleno mes de diciembre en Estados Unidos que nos han dejado boquiabiertos.

El 2022 debe ser un año de concienciación, de cambio de hábitos, de menos discursos y más acciones. ¿Nos ponemos a ello?

Pero cambiemos de registro y comentemos un hecho extraordinario acontecido en 1607.

Tsunami en Inglaterra: en 1755 se produjo un seísmo de magnitud 9 en la escala de Richter en la zona oeste de Portugal. Provocó olas de 15 metros que destruyeron parcialmente la ciudad de Lisboa y causaron más de 50 000 muertos.

No es el único seísmo submarino que ha afectado a las costas de Europa occidental. Una inundación catastrófica afectó, a principios del siglo xvii, el sudoeste de Inglaterra y el sur de Gales. Hasta hace poco, se creía que la causa fue una perturbación que provocó grandes olas que penetraron hacia el interior a causa de la escasa elevación de la zona. Sin embargo, en el año 2002, el geógrafo Simon Haslett y el científico Ted Bryant, ambos australianos, estudiaron atentamente las zonas afectadas por la inundación y buscaron en los archivos toda la información posible. Este fue el resultado de la investigación: la inundación se produjo el 20 de enero de 1607 y fue extraordinariamente súbita. El tiempo en aquellos momentos era estable y no había ninguna borrasca cerca. Hacia las nueve de la mañana, la gente iniciaba las tareas habituales cuando, de repente, vieron que del mar «se acercaban montañas de agua que se amontonaban unas encima de otras» y arrasaban todo lo que hallaban a su paso. Las olas medían aproximadamente 5,5 metros de altura, avanzaban a una velocidad de 52 km/h y penetraron hasta 3 kilómetros y 300 metros tierra adentro; por ello se describió el fenómeno como «montañas de agua que no daban tiempo a escapar a causa de su rapidez». Por la orografía, algunas lenguas de agua pudieron penetrar hasta 20 kilómetros tierra adentro. Entre los habitantes de la zona se vivieron muchas escenas, algunas con final feliz.

En la pequeña localidad de Brean, John Good perdió a su mujer, sus cinco hijos y nueve sirvientes cuando llegó la ola, pero él se salvó subiendo al techo de paja, que lo transportó más de 1,5 kilómetros hacia el interior. Un hombre y una mujer vieron el muro de agua que se aproximaba y les dio tiempo a trepar a lo alto de un árbol; esperaron a que la marea retrocediera y así pudieron salvarse. También se supo de una cuna con un bebé y un gato que fueron arrastrados por la corriente y llegaron hasta la orilla sanos y salvos. Algunas localidades de la zona conservan una placa que recuerda el acontecimiento.

Según los científicos Simon Haslett y Ted Bryant, se produjo un seísmo en el sur de Irlanda. De hecho, en 1980, y en aquella misma zona, se registró un movimiento sísmico de 4,5 grados en la escala de Richter, sin consecuencias apreciables, pero todo parece indicar que se trata de una zona de placas inestables que pueden provocar el desplazamiento vertical del lecho marino, como sucedió en la inundación de 1607. Haslett y Bryant han observado la deposición de capas de arena en amplias áreas del interior, así como una erosión exagerada en las rocas de la costa causada por la gran velocidad que adquirió el tsunami, en torno a los 60 kilómetros por hora. Se calcula que 520 kilómetros cuadrados de tierra quedaron sumergidos y que debían de morir unas 2000 personas. La BBC emitió un programa especial dedicado al fenómeno, calificado como «la ola asesina».